Todos en México miran a los normalistas y a los padres de los 43. Quieren ver si resisten. Recibirán en la puerta de la casa del presidente Peña Nieto. (Foto: Sede de Casa Activa, escuela de formación política a la que pertenecía la mayoría de los estudiantes desaparecidos).
Chilpancingo. México.
30/12/2014
“Tómese su tiempo, ya algunos
le vamos a hablar. Ahora, ¡ándele, y venga a comer algo con nosotros! Sírvase
lo que usted guste”. El hombre me atiende debajo del tinglado del playón
deportivo de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Bustos.
En ese lugar los mesones están dispersos y en ellos algunos almuerzan tardíamente. Ya son las 3 pm. “Aproveche
ahorita, que en un rato levantan todo”, dice el padre de uno de los 42
normalistas desaparecidos desde el 26 de septiembre.
El hombre no quiere remover
su dolor por ahora, pero insiste en que debo acercarme a las enormes ollas que
hay en un costado, tomar un plato y una cuchara, y alimentarme como todos los
que están ahí. La única recomendación, escrita en un cartelito, es: “deja tus
trastos limpios”.
Debajo
del tinglado hay una organización perfecta. Una cocina de campaña, un sector de
biblioteca donde uno puede sentarse en un sillón y leer, una muy surtida farmacia
de campaña atendida por una médica, dos
sectores para las mesas y las sillas del lugar en el que almuerzan o charlan en
tono bajo quienes asisten al rito. Y más allá… las sillas vacías con los rostros de los ausentes, justo
detrás de un árbol de Navidad que en lugar de adornos tiene esos mismos rostros.
Alrededor del tinglado, como si fueran paredes, decenas de banderas y
pancartas. Son las que se usan en la lucha diaria.
Nadie
detuvo mi ingreso hasta aquí. Nadie me preguntó a qué venía. Cuando me
presenté, solo me consultaron, casi con picardía: “¿Y el diario para el que usted
trabaja allá está a favor o en contra de nuestra lucha?”...
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El
viaje comenzó temprano. El micro salió de la terminal de Papagayos, en
Acapulco, y tuvo que andar más de una hora y subir entre sierras hasta los
1.253 metros, donde está la ciudad de Chilpancingo de los Bravos, la capital
del Estado de Guerrero. Aquí viven más de 187.000 personas, según el censo del
2010. Como todas las ciudades y pueblos de esta región, las casas se trepan en
las laderas y se sostienen ahí, casi milagrosamente. Las calles son muy
angostas, las veredas son una farsa (algunas no llegan a medir 30 centímetros
de ancho y están repletas de puestos de comidas o baratijas) y es evidente que para crecer, la ciudad no hizo uso de diseño urbanístico alguno.
Antes
de llegar aquí, en los dos peajes , ya me crucé con dos grupos de
padres y normalistas que estaban haciendo un “bateo”, es decir, abordando a los automovilistas a quienes les piden colaboración para mantener vivo el recuerdo y el reclamo de aparición con vida de los 42 estudiantes.
Hago
pie en un hotel y me encuentro con Luis, un periodista de Novedades Acapulco,
uno de los periódicos costeros. “Ahora están haciendo otro bateo más adelante”,
me dice. Vamos hacia allí en un taxi. Además de interesarme por la situación,
hay algo que me llama la atención durante el viaje: la perilla de la
palanca de cambios del taxi está hecha con 6 balas calibre 7,62 unidas entre
sí.
El
embotellamiento en el tránsito alerta que ya estamos cerca del corte. Bajamos
del taxi y lo despachamos. Pero ya es tarde. Vienen a nuestro encuentro un
camarógrafo y dos fotógrafos de otros medios, que nos dicen: “¡Híjole! Los
normalistas ya se han ido”. El corte fue breve. “Se llevaron combustible, que
es lo que habían venido a buscar”, dice el reportero gráfico que lleva una remera
con el rostro del Che y su frase “Seamos realistas y hagamos lo imposible”.
Regresamos
al centro de Chilpancingo. Nos despedimos. Ya sé que la Normal de Ayotzinapa no
está lejos. Que un taxi me llevará por $150 y que una de las tráfic de servicio
regular me cobrará $20.
El chofer de la tráfic es un mejicano clásico, como salido de una película: robusto, casi cuadrado, de bigote caído y bien morocho.
Está comiendo una mandarina y escupe las semillas por la ventanilla. Es amable.
Cuando le digo a dónde voy me pregunta: “¿te vas a ver el lío ese?”. Una mujer
que viaja en un asiento más atrás se suma: “¡Qué chingada! ¡Pobres muchachitos!
No aparecen ni nada. Ya ha pasado mucho tiempo”.
La
tráfic sube. Más bien, trepa. La ruta es
asfaltada y angosta. Caracolea sobre las sierras. Se parece a las rutas de
Córdoba, pero más trabada aún. Como aquella que lleva a Alta Gracia, a la casa
del niño Ernesto Guevara. Vegetación frondosa, casi como la de Sierra Maestra.
Como la Chiapas de Marcos. Aquí a los zapatistas lo único que le reprochan es
no haber concretado la revolución en todo México.
El vehículo tiene destino final: el pueblo de Tixtla, otro municipio de los 81 de
Guerrero y que tiene 22.300 habitantes.
El
viaje dura unos 40 minutos, hasta llegar a “la caseta de Ayotzinapa”, como le
llaman. Ayotzinapa (en nahuatel, ayotsinapan, unión de ayotl "tortuga" tsin "reverencia" apan "río") no es un pueblo, no es una región. Apenas se le ha
llamado así a un sector de los suburbios de Tixtla.
Desde
la ruta asfaltada hasta la Normal, hay que caminar un kilómetro por una calle de
tierra, que baja hacia un valle húmedo y fértil. Hay algunas casas humildes y
dispersas a la vera.
Finalmente, aparece el portón de entrada, abierto de par en par. No hay nadie allí que
detenga el paso. Tampoco hay nadie en la puerta del edificio más antiguo, el
histórico de la Escuela. Hay que caminar por los senderos, más hacia abajo,
para llegar al tinglado donde está montado el campamento y donde aparecen las
numerosas construcciones de dos plantas. Algunas son aulas y otras, dormitorios; otras son centros de reunión estudiantil y de formación política.
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La
Normal Raúl Isidro Bustos es un internado de varones que quieren ser maestros. Fue
fundada en 1920 y ahora la matrícula supera los 500 alumnos. No solo es gratuita, sino
que además se les pide a los ingresantes que demuestren sus bajos recursos. No
tiene director. Está dirigida por un Consejo, conformado por profesores y
estudiantes.
Las
paredes de los edificios están pintadas con frases y rostros de Lucio Cabañas,
egresado de la Normal y revolucionario guerrerense (ver http://enayotzinapa.blogspot.mx/2014/12/a-40-anos-del-asesinato-del-lider.html),
de su par Genaro Vázquez y del Che. También están Marx, Lenin, Zapata, Villa, Marcos…
“El
gobierno debería sostener esta escuela, pero las pocas cosas que da, las pocas
raciones, no les alcanzan a los muchachos para alimentarse. Entonces ellos salen
a hacer algún bateo para poder subsistir. Por eso ocurrió esto”, dice el papá
de Jhovani Galíndez Guerrero, Alfredo Galíndez Araujo.
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“Venga
a recoger su despensa, doña Socorro”, le dice una mujer de la escuela a otra,
de rostro cansado. La despensa es una bolsa con alimentos. Además de
alimentar a sus alumnos y profesores, ahora la Normal también les asegura a los
padres la subsistencia de sus familias, ya que no pueden trabajar mientras
mantienen el reclamo. Son familias campesinas y si no trabajan, no comen.
Por
eso algunas de las aulas se han transformado ahora en almacenes. Los alimentos los
consiguen los mismos estudiantes en sus incursiones en las rutas y en las
poblaciones cercanas. Incluso dentro de la Normal hay cuatro camionetas
distribuidoras de alimentos que fueron “secuestradas” y traídas a la escuela.
Doña
Socorro está debajo del tinglado con una de sus hijas, una de las hermanas
menores de Carlos Iván Ramírez Villareal, uno de los 42 normalistas
desaparecidos.
“Yo
digo que los tiene el ejército. Que están vivos y que es el gobierno el que
tiene que responder por lo que pasó. Quiero que nos entreguen a los muchachos y
que los que hicieron esto paguen sus culpas”, dice.
El
padre de Jhovani quiere hablar. Necesita hacerlo. “Quiero que se difunda, que
se conozca esto”, dice.
“Mi hijo apenas había ingresado en julio a la Normal. El año pasado había estudiado ingeniero agrónomo, pero le fue mal en una materia y no lo dejaron seguir. Entonces él dijo: 'ahora me voy de maestro'. Pero el 26 de septiembre fueron agredidos a balazos y hasta ahorita no sabemos nada de ellos”, cuenta.
“Mi hijo apenas había ingresado en julio a la Normal. El año pasado había estudiado ingeniero agrónomo, pero le fue mal en una materia y no lo dejaron seguir. Entonces él dijo: 'ahora me voy de maestro'. Pero el 26 de septiembre fueron agredidos a balazos y hasta ahorita no sabemos nada de ellos”, cuenta.
“El
gobierno no los entrega. Ellos se los llevaron en patrulleros. Eso lo sabemos
y le exigimos la aparición de nuestros hijos”,
sostiene.
Son
las 6 pm. Dentro de 45 minutos será noche cerrada. Es hora de regresar a Chilpancingo.
Mañana
estarán todos juntos frente a Los Pinos, la residencia presidencial en el DF.
Allí pasarán el Año Nuevo. Nos volveremos a encontrar.
Alfredo Galíndez Araujo, padre de Jhovani
Un relato tan vívido que llega directo al corazón. Gracias por acercarnos a los padres de los normalistas y su situación, ya que sobre ellos no se habla.
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