lunes, 29 de diciembre de 2014

Pisando Guerrero, la tierra de los 43


Llegada a la región donde se define el destino de México.


Guerrero. México. 29/12/2014

Dos jóvenes con pasamontañas negro y  rojo respectivamente caminan a paso firme entre los autos y les acercan a los conductores una gorra para que dejen allí algunas monedas. No exigen, apenas sugieren el aporte con el gesto. Algunos ponen; la mayoría, no.
Las casetas del último peaje de la Carretera Federal 95, que une el Distrito Federal con Acapulco, están destrozadas y no hay nadie allí. Como los automovilistas no pagan los $30 (el equivalente a tres paquetes de galletas o a un porrón) correspondientes, podrían dárselos a los normalistas de la Escuela Rural Raúl Isidro Bustos, pero muchos prefieren ahorrarse esa plata.
Los que "pasan la gorra" son un grupo pequeño de unos cinco o seis muchachos y de un par de hombres de sombrero de ala ancha, que los acompañan. Son algunos de los padres.
Ese peaje está a unos 15 kilómetros al oeste de Chilpalcingo, la capital de Guerrero, y a unos 40 de Iguala, la ciudad donde el 26 de septiembre pasado la policía municipal, en colaboración con el grupo narco Guerreros Unidos (según la versión oficial), emboscó a los estudiantes, mató a tres y secuestró a 43, además de asesinar a dos integrantes de un equipo de fútbol que pasaba por el lugar y también a la pasajera de un taxi.
En alguna de las movilizaciones, las casetas fueron destruidas y la concesionaria no piensa arreglarlas. Sabe que esto no ha terminado.
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“Le recomiendo no alojarse en los pueblos. Lo más seguro es que haga base en Acapulco y estudie la situación”, dice la voz femenina que atiende la consulta telefónica en el Consulado Argentino del DF.
El viaje entre la terminal Tasqueña de la capital mexicana y la Papagayos, de Acapulco, dura unas cinco horas y cuesta unos $400 mexicanos según la empresa de micros, que para los locales son camiones. Hay otras opciones, más económicas pero mucho más lentas. Por ejemplo el “guajolojeet”, una unión de las palabras guajolote (un pavo doméstico de plumaje negro) y un jeet. Es un colectivo que, en vez de ir por la carretera principal de doble vía, circula por una paralela (la 95D) y que se detiene en cada pueblo. Como corresponde. Así, el viaje puede durar el doble o más.  
Apenas se sale del DF, el paisaje es casi idéntico desde el comienzo al fin: sierras y cañadones. En algunas zonas hay bosque alto y tupido, y en otras el monte es achaparrado. Por tramos, la tierra es negra y en otros, arenosa. Ya en Guerrero se torna rojiza.
Cada 10 kilómetros aparece algún caserío. La mayoría apenas son parajes de casas de una o dos plantas, muy sencillas y con techos de chapa de una sola agua. En ninguno falta una iglesia, que es lo único que sobresale, no solo por su altura, sino también por el cuidado de su construcción. 
“La culpa de todo esto la tiene la chingada Iglesia Católica, que tiene adormecido al pueblo. Y se lo digo yo, que soy católico”, me dijo unas horas antes el sereno sesentón del hotel de DF, con voz pastosa y postura abatida, intentando explicar la realidad de este país. Hace un par de días me contaba Tania, la compañera de un mendocino radicado en México: “Yo viví en un lugar, acá cerca del DF, que tiene 386 festividades patronales al año. Todos los días se tiran petardos y hay procesiones. Hay por lo menos una iglesia por manzana”.
Muchas de las laderas de las sierras están cubiertas de sembradíos. Son parcelas pequeñas, de no más de 1.000 metros cuadrados. Llama la atención que la mayoría de ellas estén aisladas, sin caminos que las conecten entre sí ni casas cercanas. Apenas en algunas se ve cerca de ellas, algún cobertizo precario. Es difícil distinguir qué se cultiva allí.
La Carretera Federal corre ondulada entre las sierras. No hay intersecciones y muy pocas posibilidades de bajar o subir a ella. Como si su fin solo fuera conectar directamente los dos puntos extremos, sin que nadie ni nada interrumpa el tránsito. Para eso está la vía secundaria, más modesta y de un solocarril. Esta es la de los pueblos.
En el trayecto aparecen, naciendo desde los valles y trepadas a los cerros, las ciudades de Cuernavaca, Taxco, Iguala, Zumpango del Río, Chilpancingo… Desde Taxco en adelante, ya es territorio guerrerense, la tierra de los normalistas.
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El Estado de Guerrero, uno de los 31 de México, además del DF, tiene 81 municipios. Su superficie no alcanza ni a la mitad de la de Mendoza y tiene más de 3 millones de habitantes.
Ayer, en apoyo a los padres de los normalistas desaparecidos y a los estudiantes de la Escuela Normal Rural Juan Isidro Bustos, algunas organizaciones civiles habían completado la toma de 28 de estas 81 alcaldías.
Las organizaciones están agrupadas en el Movimiento Popular Guerrerense (MPG) y han comenzado a crear consejos municipales populares. Exigen la aparición de los 42 normalistas que continúan desaparecidos, la identificación, el castigo a los culpables y también se pronuncian en contra de la realización de los comicios en Guerrero el año próximo. En las alcaidías tomadas, los funcionarios políticos han tenido que reubicarse en lugares alternativos.
Marco Antonio Adame Bello, representante del  MPG en Acapulco, dijo que la respuesta de la ciudadanía a esta acción ha sido importante, aunque aclaró: “Existe presencia variada en muchos municipios, pero no ha sido homogénea”, e indicó que la mayor adhesión la han mostrado los sectores rurales. Y agregó: "En las ciudades ha sido más complicado, pues hay mayor presencia de partidos políticos y es ahí donde debemos luchar contra el clientelismo”.


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Acapulco pertenece a Guerrero. Ha dejado de ser ese balneario preferido por la alta sociedad y se ha convertido en un destino peligroso o, en todo caso, de poca categoría. Las playas son visitadas solo por turismo interno.
El paisaje, salvo el imponente Pacífico, es similar al resto de Guerrero: sierras por donde se trepa la ciudad, que todavía tiene vestigios de sus épocas de gloria.
De tráfico caótico y febril, como todo México, por las calles circulan miles de taxis Escarabajo, y colectivos pintados de colores llamativos hasta con dibujos y filigranas, que le darían envidia a más de un colectivero porteño.
Una de las pocas cosas que conserva como destino turístico son los precios. La misma habitación modesta que en DF valía $150 por día, acá cuesta $400.
A pesar del invierno, el calor es sofocante y no se ven “gringos” en las calles ni en las playas. “Desde hace un tiempo acá viene puro turismo tepiteño (clase baja mexicana)”, dice un taxista que espera viaje en la terminal Papagayos.
“Llene la papeleta, saque número y espere a ser atendido”, dice un cartelito en la recepción de Noticias Acapulco, un periódico local que tiene un coqueto edificio en plena costanera, en el que todo su personal viste uniforme: camisa blanca con vivos azules y pantalón haciendo juego.
“Los muchachos (los normalistas) están un poco enojados con los medios locales, pero no tienen tanto problema con los nacionales e internacionales, porque buscan difusión”, dice el jefe de Noticias, que atiende la consulta a través de una línea interna. El hombre me pasa un número de teléfono de uno de los periodistas que está trabajando en el caso y que puede orientar un poco a este desubicado argentino.
Es así. Acapulco parece cometer el pecado de toda ciudad que se siente exclusiva y que reniega del territorio donde se encuentra y de la realidad que la circunda. Está en Guerrero, por más que le pese, es la tierra de los 43.  



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