Por Jorge Salum
"Me hubiese gustado ser corresponsal de guerra". La primera vez que Enrique Pfaab me confesó ese sueño fue en su casa, en Palmira, con una botella de buen malbec y en medio de una larga y probablemente inútil conversación sobre nuestros sueños como cronistas. Pasaron dos años hasta que la repitió, esta vez de la manera impersonal que supone hacerlo en un chat de Facebook. Fue hace un par de semanas, cuando él ya estaba embarcado de lleno en su proyecto-aventura de viajar a México para sumergirse en la historia de los estudiantes del estado de Guerrero secuestrados y presuntamente asesinados por mafias vinculadas al narcotráfico.
En ese "diálogo" le escribí:
- ¿Por qué ir a México ahora? ¿Querés escribir o escaparte? Yo quiero tu pluma escribiendo sobre Mendoza, o sobre Rosario, o sobre los mapuches. ¿Por qué ir por una empresa tan grande?
Enrique, con ese estilo seco como un golpe a la mandíbula que distingue a muchas de sus crónicas, me devolvió esta respuesta:
- Porque no hay ningún argentino allá, porque la problemática es la misma que la de los mapuches y porque me quiero sacar las ganas. Mi sueño fue ser corresponsal de guerra, y esto se le parece.
Ahora Enrique se va a México, al estado de Guerrero, al pueblo de Ayotzinapa. Va detrás de una historia, la del secuestro y muy probablemente el asesinato de los estudiantes. Es una historia que por alguna razón lo obsesiona. Ignoro cuál es ese motivo, pero sé que cuando Enrique se obsesiona con una historia suele conseguirla. Siempre, o casi siempre.
En este caso no corre detrás de una primicia, ni una nota exclusiva, ni un dato que le permita descubrir antes que nadie más en el mundo dónde están esos estudiantes desaparecidos. Estoy seguro de que va a ese territorio desconocido y hostil porque quiere entender y porque, como el buen cronista que es, sabe que sólo se puede entender cuando uno está en el lugar de los hechos, cuando respira el mismo aire que victimarios y víctimas, cuando sufre sobre el cuerpo el mismo calor y la misma humedad que los familiares que buscan a los desaparecidos, cuando se vive con miedo y se agradece haber amanecido vivos cada mañana.
Enrique se va a escribir, que es una de las cosas que más le gusta hacer. Le gusta escribir para contar lo que le pasa a la gente. A la del este mendocino, que es su área de cobertura para el diario en el que trabaja, o a la del estado de Guerrero, ese lugar que lo atrae como un imán, como si fuese a encontrar allí la madre de todas las historias. ¿O querrá encontrar otra cosa?
México no es un país en guerra. O tal vez sería mejor decir que no es un país sumergido en una guerra convencional, con un ejército luchando contra otro ejército y todo lo que supone una de esas guerras que Enrique siempre soñó contar, vaya uno a saber por qué. Sin embargo, hay algo que iguala al clima que hoy reina entre los descendientes de los aztecas con lo que sucede en una guerra. Eso es la incertidumbre.Incertidumbre no sobre el futuro, ni la economía, ni la estabilidad política, ni la gobernabilidad. Nada de eso. En ese infierno que es México lo que hay es incertidumbre sobre la continuidad de la vida, nada menos. La propia y la de los parientes, amigos, vecinos, compueblanos...
Hay un aspecto de lo que sucede en México que resulta especialmente interesante para los argentinos. Es que en ciudades como Rosario, que es donde vivo, cada vez que la violencia urbana nos sacude, muchas veces relacionada con la pelea entre narcos por el territorio, no falta quien afirma que nos encaminamos a convertirnos en otra Colombia o, peor aún, en otra México. Hay allí entonces cosas que debemos mirar, un espejo en el que debemos encontrarnos, sucesos y sobre todo una historia que puede enseñarnos.
¿Es eso a lo que se refirió Enrique cuando me dijo que una de las razones por las que quiere ir a Ayotzinapa es que no hay allí ningún argentino describiéndonos lo que pasa?
Andá y contanos, Enrique.
Nos vemos a la vuelta.
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